miércoles, 29 de agosto de 2007

LA SOMBRA DEL CID


LA SOMBRA DEL CID

(En homenaje al “Campeador” en el VIII Centenario del Cantar del Mío Cid, 2007)

(Artículo del Diario de Burgos. Especial Domingo).

Fernando Pinto Cebrián


Me lo habían contado mis amigos el verano pasado y no lo había tenido en cuenta, pero allí, acurrucado en la escalinata del Solar del Cid, junto al primer pilar de la derecha, con su larga barba, ropaje indefinido, larga y nudosa vara de caminante, bello y enérgico rostro, entre anciano cano y maduro guerrero, estaba su narrador de cuentos y de leyendas de la Castilla medieval; era tal y como me lo habían descrito.
Impasible al frío de la nevada de aquel fin de Diciembre burgalés, medio cubierto por espesos copos, mantenía fija la mirada en las agujas de la Catedral, que blancas y brillantes parecían querer rasgar el mortecino cielo.
Más tarde y desde el calor de mi casa, con la nariz pegada en el cristal de la ventana y los ojos fijos en el jugueteo del viento con la nieve, recordaba, junto con la imagen del anciano, las historias con las que mis amigos y yo, oyente ocasional, disfrutábamos tanto y con las que jugábamos a caballeros y villanos por el Castillo, la zona vieja de la ciudad y el río Arlanzón ostentando burdas espadas de madera.
Éramos defensores de Castilla ante otros reinos y enemigos ficticios…, los gritos de lealtad al Rey, inexistente como personaje creado, inalcanzable, lanzados con las espadas en alto señalaban el inicio de nuestras correrías y hazañas, gestas de honor y de justicia…, luego las cabezas de los enemigos y de los sarracenos caían todos los días por doquier…
Todos queríamos ser castellanos, ninguno moro o malvado señor, papeles que un estricto turno nos obligaba a cumplir hasta el final del juego. Después, cuando los “buenos” alcanzaban la victoria, los “malos” se unían a los primeros en el festejo como si tales hubieran sido.
Cuentan de nuestro personaje que un día lloró de alegría o quizás de nostalgia al pasar por la Plaza de Primo de Rivera y más tarde depositar una flor, un pensamiento, en el pedestal de la estatua de doña Jimena en el puente de San Pablo, como si de un símbolo de sus recuerdos se tratase. También se dice que era frecuente verle arrodillado algunas mañanas ante el sencillo altar de Santa Águeda, antigua Santa Gadea, y que sus paseos por la muralla de los Cubos, el Arco de Santa María, el Espoloncillo y la zona vieja burgalesa le habían hecho famoso por conocido entre los niños. El “viejo Cid” le llamaban a fuer de sus cuentos y actitudes.
En el arco de San Gil o en la escalinata a la iglesia, en la subida al barrio de San Francisco, en el arrabal de San Esteban…, solían mis amigos, según contaban, reunirse con él, sin hora ni fecha fija, cuando le encontraban, y desde allí, donde se entretejían con su palabra historias, personajes, luchas, intrigas y paisajes, marchaban luego a sus juegos o a sus casas con los ojos brillantes, el andar vivo y el espíritu repleto e inflamado de nobles ideas; espíritu lleno de dinamismo que luego me contagiaban.
A tal punto llegó la amistad de los niños con el “viejo Cid” que los padres, temerosos de que las relaciones con aquel incierto vagabundo no fueran aceptables, decidieron primero vigilarle y luego hablarle y oír sus cuentos..., pero la belleza de los mismos y el buen trato que dispensaba a los niños les sorprendió gratamente y como consecuencia cambiaron sus recelos por un mesurado respeto no volviendo a molestarle y dejaron que los juegos de los niños siguieran su hacer.
Picado por la curiosidad decidí regresar al lugar donde el viejo aguantaba la tormenta. La ventisca arreciaba cada vez más, la nieve alcanzaba ya un espesor apreciable y se hacía difícil caminar, pero la imagen fija en mi mente de su figura y aureola me empujaban, me ordenaban buscarle sin que pudiera oponer resistencia.
Allí le encontré tal y como le había dejado, en la misma postura de recogimiento y mirando hacia la Catedral.
En silencio, temeroso por respeto, me senté a su lado lentamente para no molestarle, y mirándole a la cara esperé.
Sus labios se movían despacio articulando sonidos que no alcancé en principio a comprender, parecían lamentaciones, quizás provocadas por el intenso frío que ya se reflejaba atenazador en su rostro.
Transcurrieron varios minutos que a mi se me antojaron una eternidad antes de que pareciera darse cuenta de mi presencia a su lado, antes de que con un suave y dulce ademán sus ojos penetrantes me traspasaran y escuchara claramente su voz: ¡Castilla!, ¡Castilla!...¡Tú también eres Castilla!..., estribillo que, con breves intervalos, repetía con monotonía.
Quise hablarle, preguntarle…, más cuando en mi garganta se deshizo el nudo del temor, sus ojos se cerraron y sus pestañas blancas por la nieve los sellaron. Su inmovilidad me hicieron dudar sobre si se había dormido o si se había muerto…,no me atrevía a tocarle…,volvía a pensar que quizás estuviera muerto…, sentí miedo por él…, la nieve empezaba a cubrirle…, había que hacer algo y con esa idea salí corriendo, imperturbable a las frecuentes caídas y a la ventisca que me cegaba, a buscar pronta ayuda en mis compañeros.
Cual mesnada en juegos logramos reunirnos todos y, sin olvidar nuestras espadas de madera como símbolo de unión, corrimos , galopamos al encuentro y salvación de nuestro viejo conocido.
Habíamos tardado bastante. Las explicaciones necesarias, el pretexto a los padres y la resistencia natural al frío ante el abandono de un calor cómodo y fácil, habían obrado de freno a nuestro impulso.
La noche, ya entonces en ciernes, hizo su aparición. La oscuridad apenas rota por la iluminación callejera y el velo de nieve que seguía cayendo no nos dejaron ver el solar hasta estar casi encima, apenas llegamos a barruntar, blanquecinas, las tres agujas monolíticas que queríamos imaginar ángeles guardianes del lugar y del anciano.
Sudorosos y empapados, pero contentos por ayudarle, nos acercamos a su rincón, más la escalinata estaba vacía, nuestro amigo no estaba allí, había desaparecido y la nieve había cubierto toda huella de su marcha.
Buscamos por los alrededores, todos juntos y solos. Subimos al Castillo, corrimos desde San Esteban hasta la bajada al Paseo de los Cubos…, preguntamos a los escasos viandantes que encontrábamos a nuestro paso pareciéndonos intolerable la descripción exigida sobre su persona ¿no debían acaso conocerle todos?...
Apesadumbrados por su suerte nos retiramos a nuestras casas buscándole también durante el camino.
Sin sentir aún el agotamiento por el esfuerzo desarrollado nos sentíamos derrotados y tremendamente ridículos con aquella espada de madera al cinto que no había servido para nada. La noche, el frío, la nieve y el horario familiar ya ampliamente transgredido nos deslizaron al abandono.
Aquella noche ninguno de nosotros durmió apenas, las ensoñaciones sobre lo vivido nos mantuvo en tensión y alerta por si surgía cualquier señal que, sin saber como ni de que forma, nos llamara de nuevo en su ayuda.
Todos pensábamos en lo peor a pesar de plantear en la balanza de la duda la posibilidad de que hubiera sido recogido a tiempo por un alma caritativa.
Pasado el largo sufrimiento de aquella noche y reunidos de nuevo al día siguiente, volvimos a buscarle. Preguntamos en las casas vecinas al solar, recorrimos sus lugares habituales, sus caminos de paseante, su iglesia de Santa Gadea…, ávidos y temblorosos repasamos una y otra vez el Diario de Burgos en busca de una noticia, quizás fatal… Todo fue inútil, vanos nuestros trabajos y fatigas. Nadie sabía nada y lo que fue peor, conforme pasaban los días la gente y hasta nuestros padres se aburrían de nuestras preguntas.
A pesar de todo, la desilusión no medró en nosotros mucho tiempo, con su recuerdo y el de sus historias seguimos jugando a antiguos castellanos, continuamos batallando, guerreando… Sólo el tiempo y la búsqueda de nuevos juegos nos haría abandonar…
Así, el tiempo no perdonó y esta historia entró en el recuerdo mientras alcanzábamos el aburrido pedestal de los adultos.
Mi hijo, inocente y feliz con sus juegos diezañeros, me contaba ocasionalmente sus andanzas y aventuras… Un día me quedé lívido, frío, de piedra…, entre sus escaramuzas de espada me habló de un anciano de espesa barba, con largo cayado y aspecto impresionante que a su grupo de infantiles guerreros contaba cuentos y leyendas viejas y que siempre al final de las mismas les decía con gravedad que ellos también eran Castilla.
Temblando como un azogado me lancé a la calle y le busqué por los lugares que recordaba de mi niñez y lo mismo que en aquella ocasión tan mía, ahora revivida, no pude encontrarle…, tampoco mi hijo y sus amigos volvieron a verle…, sin embargo, a pesar de mi turbación ante aquella irreal sombra del “viejo Cid” comprendí: nosotros éramos Castilla…, ahora y siempre, y sobre todo…, sobre todo nuestros hijos y su futuro.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Luanda 1999. Aqui el gallego.